(101) –Aprende,
hijo mío; Bernal no era un teórico:
vivía y sufría.
-Fue tanto, sabio ectoplasma, el horror acumulado, que, cuando terminó
aquella terrible guerra, no solo le impactó un silencio de sordo total, sino
que se hizo consciente del infierno en que había estado viviendo, y lo recuerda
al escribirlo: “Ahora que han acabado las recias batallas con los mexicanos,
quiero contar lo que me acontecía después de ver sacrificar y abrir los pechos
a los 62 soldados que se llevaron vivos. Alguno dirá que esto era por falta de
tener yo muy gran ánimo para guerrear. Pero, si bien se considera, es por el
demasiado atrevimiento de ponerme en lo más recio de las batallas, porque en
aquella sazón presumía de ser buen soldado, y como cada día veía llevar a
sacrificar a compañeros míos, e antes habían matado a ochocientos (en la huida de México), temía yo que un
día u otro me habían de hacer lo mismo, porque ya me habían asido dos veces
para sacrificarme y quiso Dios que me escapara. Y acordándome de aquellas feísimas
muertes, y de que, como dice el refrán, cantarillo que va a la fuente…, desde
entonces temí la muerte más que nunca. Antes de entrar en las batallas se me
ponía una como grima y tristeza en el corazón, y orinaba una vez o dos (suena a eufemismo), y, encomendándome a
Dios, cuando entraba en la batalla se me quitaba presto el pavor”. Hasta
él mismo se extraña de tener tanto
miedo, porque era ya un veterano curtido en innumerables batallas desde su
primera llegada a Nueva España con el capitán Francisco Hernández de Córdoba,
pero vuelve a darse la misma explicación: “Digan aquí los caballeros que de esto
de lo militar entienden y se han hallado en trances de muerte, a qué se debía
mi temor, si a la flaqueza de ánimo o al mucho esfuerzo, porque sentía en mi
pensamiento que había de poner mi persona batallando en parte tan peligrosa
que, por fuerza, había de temer entonces la muerte más que otras veces, y por
esta causa temblaba mi corazón”. Termina su confesión con otro gráfico
recuerdo: “Los mexicanos, aunque pudieran matarnos, no lo hacían, sino que
daban heridas peligrosas para que no nos
defendiésemos, y a los que cogían, los llevaban vivos para sacrificarlos, y aun
antes les hacían bailar delante del dios Huichilobos”. Ya desahogado, Bernal
sigue el hilo de los hechos. Tu turno, reve.
-El compulsivo Cortés se dedicó de inmediato a limpiar y ordenar “la muy
gran ciudad de México; la primera cosa que mandó a Cuauhtémoc fue que sus
indios arreglasen los caños por donde llegaba el agua a la ciudad, que enterrasen
todos los muertos para que las calles quedasen sin hedor ninguno, y que se
hiciesen nuevamente los palacios y las casas, para que dentro de dos meses se
volviese a vivir en ellas, señalándoles qué parte habían de dejar desembarazada
para que poblásemos los españoles”. Lo que Bernal dice a continuación sobre las
mujeres indias es sorprendente (juzguen vuesas mersedes cuáles podían ser los
motivos de su comportamiento): “Cuauhtémoc y sus capitanes le dijeron a Cortés
que los soldados les habíamos tomado muchas mujeres, y le pedían por merced que
las hiciese volver. Les respondió que las buscasen, y vería si eran cristianas
o se querían volver a sus casas. E hizo un mandamiento para que los soldados
que las tuviesen, se las diesen si las indias querían volver de buena voluntad.
Y los indios las hallaron. Pero había muchas mujeres que no querían ir con sus
padres ni maridos, sino estarse con los soldados que las tenían, otras decían
que no querían volver a idolatrar, y aun algunas de ellas estaban ya preñadas,
y desta manera no llevaron sino tres (asombroso),
que Cortés mandó expresamente que se las diesen”.
(Foto: Bernal andaba corrigiendo su magnífico texto hacia 1568, 47 años
después de su tremebunda experiencia luchando contra los aztecas, el pueblo más
agresivo de la zona, y se nota que seguía traumatizado por el recuerdo de los
sacrificios humanos, precedidos sádicamente del forzado baile ritual de los
condenados; se nota también que, absurdamente, se sentía avergonzado de estar
aterrorizado antes de comenzar cada batalla. Tuvo que aguantar 93 días empapado
hasta los tuétanos por esa desesperante angustia).
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