(279) Siguió Pizarro con sus lamentaciones, pero dijo que
se alegraba de no haber sido él quien había iniciado el conflicto: “Mirando
hacia el cielo, decía que mucho se holgaba de que hubiera sido Almagro el
primero que rompió la paz y fue contra lo jurado, ya que sus hados y los de su
compañeros habían querido que, en la senectud de ambos, contendiesen en guerras
civiles e fueran tenidos por los principales promovedores; de lo cual él ponía
por testigo a Dios de que no se holgaba, ni quería seguir adelante, porque el
Rey sería de ello muy deservido”.
Vemos que Cieza ha utilizado las
reflexiones de Pizarro (al que sin duda apreciaba y admiraba) para ponerse de
su parte en este punto concreto. Sabe, y no lo oculta en sus crónicas, que
Almagro tenía poderosas razones para sentirse injusta y repetidamente
ninguneado por los Pizarro, pero se nota que le produce cierta satisfacción que
ahora el villano sea Almagro, y además en un acto de terribles consecuencias:
desencadenó el inicio de las guerras civiles.
Pizarro se sobrepuso y trató de animar a
sus soldados: “A todos los que venían con él les pareció mal que Almagro
hubiese entrado en el Cuzco por la fuerza de las armas e prendido a Hernando
Pizarro, que estaba en ella como Teniente del Gobernador y Justicia Mayor, e
decían que de aquella entrada habían de redundar grandes males en todo el
reino. El Gobernador, mirando que convenía mostrar buen ánimo a sus gentes para
que no deseasen algún cambio, les dijo que no se acongojasen, porque su capitán Alonso de Alvarado se había
situado en el puente de Abancay con tanta gente que, juntos con ellos, bastaban
para constreñirle a Almagro, si hiciera falta,
a que se arrepintiese de lo hecho y volviese a su amistad”.
Tanto Almagro como Pizarro eran entonces, para
su época, unos hombre ancianos y, como veremos después, también achacosos.
Aunque no debe olvidarse que, cuando tres años después, le atacaron sus
asesinos a Pizarro, tuvo el arranque y el pundonor de morir matando, acabando
con la vida de tres de los confabulados. Pero lo cierto es que Almagro estaba
my afectado de sífilis, y Pizarro ya no peleaba abiertamente en campaña. El uno
y el otro tenían que verse sobrepasados por el enorme problema en el que
estaban metidos. Los dos ilustres analfabetos van a protagonizar, a través de
sus asesores, una serie de inútiles intentos de negociación, con cartas y
emisarios que volaban de un bando al otro, agotando hasta la última esperanza
de una solución pacífica y acordada. Va a ser un espectáculo penoso por lo repetitivo
y las eternas discusiones acerca de cómo había que interpretar las provisiones
del emperador. Ni siquiera la batalla de Abancay, que, como enseguida vamos a
ver, fue ganada por Almagro, cambiará el panorama. Habrá más y más
negociaciones, siempre hechas tendenciosamente y sin posible arreglo, porque ni
Pizarro ni Almagro estaban dispuestos a ceder en sus pretensiones, justas o no.
(Imagen) Nunca podremos agradecerle suficientemente
a Carlos Lummis los ‘buenos ojos’ y la admiración con que propagó en sus
escritos los hechos de los españoles en América. Mérito doble tratándose de un
‘gringo’. Su propia vida fue novelesca. Valoraba especialmente la
heroicidad y no se equivocó sobre la
grandeza de la epopeya de Indias. En su magnífico libro ‘Los exploradores
españoles del siglo XVI’ (publicado ¡en 1893!) le dedica su mayor entusiasmo a
Pizarro. Como hombre apasionado, se dejaba llevar a veces por su simpatía o
antipatía hacia los personajes, y, con Almagro, fue muy injusto, haciéndole
culpable de revolverse contra Pizarro por su mezquina envidia. Así juzga el
inicio de los primeros enfrentamientos entre los dos socios: “La diferencia de
poderes concedidos por el Emperador a cada uno de los dos dio pie a disgustos
muy serios. Almagro jamás perdonó a Pizarro su preeminencia, y le acusó de
haber procurado lo mejor para sí de forma traicionera. Algunos historiadores se
han puesto de parte de Almagro, pero tengo fundados motivos para creer que
Pizarro obró con rectitud, y que fue la Corona la que se negó a darle a Almagro
los mismos poderes. Era una medida muy prudente, pues la existencia de dos
jefes constituye siempre un peligro”. El bueno de Lummis murió en 1528, con 69
años, y seguro que, en alegre tertulia con los dos magníficos personajes, se
habrá dado cuenta de que Almagro, aunque triturado por el destino y despreciado
injustamente, como suele ocurrir con los perdedores, fue el más noble y leal.
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