(278) Por entonces, avanzaban Pizarro
y sus cuatrocientos hombres hacia el Cuzco: “Llevaba por capitanes a Felipe
Gutiérrez y Diego de Urbina. Iba con gran voluntad de socorrer la ciudad del
Cuzco, pues hacía muchos días que no había recibido de allí noticia alguna, por
lo cual estaba muy acongojado”. Cieza tratará de disculpar a Pizarro, pero nos
muestra la terrible explotación que podían sufrir los indios cuando los
españoles iban a marchas forzadas. Ya lo vimos en la travesía de los Andes que
hizo Almagro. Y ahora se repetirá el tremendo espectáculo: “Los indios de los
fructíferos valles, viendo el poderío que el Gobernador llevaba, le salían a
servir y le proveían de lo necesario. Aunque Don Francisco Pizarro llevaba muy
buen propósito en lo referente a la pacificación de las provincias, no dejaré
de decir que ocurrieron grandes maldades contra los naturales cometidas por los
españoles”.
Y para no ahorrarnos la vergüenza, las
detalla: “Les tomaban a sus mujeres y, a algunos, sus haciendas. Y lo que más
de llorar es que, para que llevaran sus cargas, los ponían en cadenas, y como
iban caminando por los arenales, sin sombras ni fuentes, los pobres indios se
cansaban, y en lugar de dejarles descansar, les daban muchos palos, diciendo
que como bellacos lo hacían. Tanto los maltrataban, que muchos de ellos caían
al suelo, y por no pararse a soltar a todos los encadenados y sacar a los
caídos, algunos les cortaban las cabezas con poco temor de Dios”. Cieza no miente, pero, sin tener en cuenta el gran
daño que hicieron las epidemias, saca una conclusión exagerada: “De esta suerte
fueron muertos muchos indios, pues solía haber en estos valles gran número de
ellos, y por los malos tratos que han recibido de los gobernadores y capitanes,
vinieron a la disminución que ahora tienen, estando ahora muchas de estas
tierras despobladas”. De lo que cuenta Cieza parece entenderse que el mayor
tormento para los indios fue servir de porteadores en las grandes expediciones
militares. De hecho, había leyes que los protegían en su servicio a los
encomenderos, entre otras, la que prohibía que se les cargara con más de
dieciocho kilos de peso. Pero, sin duda, las leyes fueron en muchas ocasiones
simple texto orillado, quedando los indios a merced del buen o mal corazón de
cada español.
PIZARRO alcanzó en su impaciente marcha
hacia el Cuzco el valle de Guarco. Nada más asentar su campamento, llegaron
Gómez de León y sus hombres con las preocupantes noticias que le enviaba Alonso
de Alvarado, y el viejo y trabajado trujillano se deprimió: “Cuando las supo,
fue grande la turbación que recibió, en tanta manera que bien lo mostraba en el
rostro. Estuvo un poco de tiempo perplejo acordándose de la afinidad tan
conjunta que había habido entre el Adelantado don Diego de Almagro y él, de los
trabajos tan crecidos que habían pasado en los descubrimientos, del juramento
tan solemne que en el Cuzco habían hecho entrambos, con tantos vínculos y
firmezas (hasta poniendo a Dios por
testigo), y de que, sin mirar los daños que de la guerras podían resultar, Almagro
había entrado violentamente en el Cuzco y prendido a sus hermanos”.
(Imagen) El capitán Diego de Urbina,
también nacido en Orduña, fue siempre fiel a Pizarro, y era sobrino del
almagrista Juan de Urbina, un ejemplo más de las trágicas enemistades entre
amigos y familiares que provocaban aquellas nefastas guerras civiles. Encuentro
en el maravilloso archivo PARES una carta de Diego (parte de ella aparece en la
imagen) que me aclara un tema que me parecía extraño (la muerte del obispo
Vicente de Valverde). Resumo el texto: Le cuenta al Rey algo que sucedió años
después del inicio de estas guerras fratricidas. Cuando mataron a Pizarro, en
1541, Diego de Urbina estaba como
teniente suyo en Puerto Viejo y en Santiago (cerca de Colombia). Los indios de
la zona se rebelaron contra los españoles. El obispo fray Vicente de Valverde
iba hacia Quito en unas balsas con treinta y tantos hombres. Salieron los
indios de la isla Puná y mataron a todos (no era, pues, un asunto personal: lo
hicieron porque estaban en rebeldía general aprovechando la muerte de Pizarro).
Urbina permanecía en Santiago, y todos los indios de Puná, con los demás
caciques de aquellas provincias, fueron a cercarle. “Nos tuvieron cercados seis
meses, dándonos muchas guazabaras (peleas),
y nos tenían tan fatigados que acordé, con la conformidad del cabildo, irme de
la ciudad, y con veinte balsas traje a los vecinos, sin perder ninguno (muestra su orgullo), por un río abajo en
las provincias de los guancavelicas, que son indios de paz e seguros, donde dejé la ciudad asentada (la
refundó como un campamento provisional), e fui a la ciudad de Puerto Viejo,
donde hallé que habían matado a ciertos cristianos, recogí toda la gente que
pude, prendí a ciertos caciques e hice castigo de ellos, poniendo temor en los
demás, que fue causa de que vinieran a la obediencia de Vuestra Majestad”.
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