(532) Se palpa el terror de los mensajeros: “No veían la hora de salir
de ahí, e, tomados sus caballos, se fueron del campamento. Don Diego de
Almagro, cabalgando en un poderoso caballo, mandó que toda su gente se juntase
en la plaza; pronto cumplieron su mandamiento, e, poniéndose en medio, les hizo
una plática”. Parece ser que el Mozo actuaba ya como un gran capitán, lo que no
es de extrañar, pues los dramáticos acontecimientos que vivió en tan poco
tiempo tuvieron que madurarlo aceleradamente. Según Cieza, les recordó todos
los grandes méritos de su padre, Don Diego de Almagro, “que fueron un escalón
por donde subieron los Pizarro, en premio de lo cual, con gran crueldad le fue
quitada la vida”. Luego habló del mal trato que se les había dado, y de que
Vaca de Castro, el representante del Rey, había sido nombrado con tantos poderes
por influencia del obispo Loaysa (el que fue Presidente del Consejo de Indias),
que no era imparcial, sino interesado en favorecer a los pizarristas. Subrayó
que no quedaba más salida que la guerra, y arengó a sus hombres para que
mostraran gran valor: “E, si no fuere Dios servido de darnos la gloria de la
victoria, al menos, ganando la de la fama perpetua con nuestras obras, vendamos
las vidas en tal precio que ninguno se determine a comprarlas”. Todos los
presentes se entusiasmaron: “No hubo acabado el mozo Don diego su plática,
cuando los soldados, alzadas las manos derechas, pidieron a voces la batalla.
Se levantó el campamento, e, al otro día, marcharon hasta llegar a Pomacocha, donde
quisieron descansar hasta saber si el enemigo había salido de Chupas, para así dar
la batalla en Sachabamba, donde se podían aprovechar de la artillería”. Pero se
fueron de allí, y Cieza, como siempre, ve la mano del destino entre bastidores:
“Mas, como la muerte anduviese por encima de sus cabezas con hervor e calor
grande, alzaron las tiendas y fueron a dormir a Sochabamba, para dar al otro día
en el enemigo, o meterse en Huamanga”.
Llega el momento de la BATALLA DE CHUPAS, y Cieza se estremece. Con
palabras grandicoluentes, pero sin duda sentidas, porque, aunque no fue testigo
del desastre, lo sintió en el alma, y conocía al detalle la vida de aquellos
hombres, incluso a alguno personalmente, de los que murieron y de los que
fueron testigos que luego le contaron los hechos. Resumo sus lamentos (en los
que no falta una crítica a los abusos de la conquista): “Ya se acercaba el
tiempo en que los cerros de Chupas se habían de rociar con la sangre de los que
nacieron en España. Recuerden a los antiguos Incas y a su Huayna Cápac, y miren
sus mares la famosa venganza que se toma del destrozo que se ha hecho en el
linaje Yupanqui, e que no serán menester otras armas más que las que los
temerarios (españoles) trajeron para este destrozo. Veremos cómo,
teniendo el corazón atravesado con una lanza, o llevándoles la pelota de
arcabuz con su furia las entrañas, e queriendo escupir por la boca el ánima,
nombraban a Almagro o a Pizarro, e todos daban vivas al Rey. No sé cómo contar
tanta crueldad, ni a cuál de las partes tenga por justa. Pero la tiranía es
cosa fea (se refiere a la rebeldía de los almagristas) y aborrecible
ante los mandamientos divinos.
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