(152) –Esto es
el principio del fin, muchachuelo: Bernal recapitula.
-Quedan unas cuantas páginas sabrosas, ectoplásmico clérigo, aunque las
mostrará como una vista panorámica de esta fabulosa historia, poniendo sobre la
mesa el corazón para descubrirnos sus afectos y emociones. Pero hay un
problema: habrá que resumir.
-Lo entiendo, concienzudo secretario; pero no te pases: te daré un hisopazo cada vez que
abuses de la tijera. Vamos a ver qué estaba haciendo Cortés por Castilla,
prácticamente desterrado de México: “Cuando Su Majestad volvió de hacer el
castigo en Gante, hizo la gran armada para ir sobre Argel, y le fue a servir en
ella el marqués del Valle, llevando en su compañía a su hijo el mayorazgo (el legítimo Martín). También llevó a
don Martín Cortés, el que tuvo de doña Marina (deliciosa indita), y llevó muchos escuderos y criados y caballos y
gran compañía y servicio (qué cara
ostentación); y se embarcó en una buena galera con Enrique Enríquez (el almirante de Castilla). Y hubo una
tan recia tormenta que se perdió mucha parte de la real armada, dando también
al través la galera en que iban Cortés y sus hijos, los cuales escaparon con
gran riesgo de sus personas. Y como en tales peligros no hay tanto acuerdo (sensatez) como debería haber, Cortés se
ató en unos paños revueltos al brazo ciertas joyas de piedras muy riquísimas
que llevaba como gran señor, y con la revuelta de salir en salvo entre tanta
multitud se le perdieron todas”. Le dijeron al rey sus consejeros más próximos
que, ante tanta pérdida de naves y hombres, lo mejor era abandonar, renunciando
al ataque, “sin que llamaran a Cortés para que diese su parecer”. Cuando lo
supo Hernán, sacó pecho y le dijo al rey que “con la ayuda de Dios y la buena
ventura de Su Majestad le dejara tomar Argel con los soldados que había, tal y
como pudo hacer proezas con sus valientes y sufridos hombres en México”. Hubo
caballeros que tuvieron en cuenta estas palabras, pero, finalmente, el rey
ordenó la retirada. Fue el último sueño de gloria del grandísimo Cortés, y el
preludio de su próximo final, que nos va
a dejar un poso de amargura: “Volvieron, pues, a Castilla de aquella trabajosa
jornada, y como el marqués estaba ya muy cansado, deseaba en gran manera volver
a la Nueva España. Y fue a recibir a Sevilla a su hija, porque tenía concertado
casarla con don Álvaro Pérez Osorio”.
(Llegó el momento, hijos míos: el sol se
nos apaga). La que venía a Sevilla era su hija mayor, María Cortés. “Y este
casamiento se desconcertó por culpa de don Álvaro, de lo cual el marqués
recibió tan gran enojo que, de calentura y cámaras, que tuvo recias, estuvo muy
al cabo; y andando con su dolencia, salió de Sevilla y se fue a Castilleja de
la Cuesta para entender en su alma y ordenar su testamento. Y después de
ordenado y haber recibido los Santos Sacramentos, fue Nuestro Señor servido llevarle de esta
trabajosa vida, y murió el día dos de diciembre de 1547 años (contando 62). Y llevóse su cuerpo a
enterrar, con gran pompa, mucha clerecía y gran sentimiento de muchos
caballeros de Sevilla, en la capilla de los duques de Medina Sidonia, y después
fueron traídos sus huesos a la Nueva España, porque así lo mandó en su
testamento. Y están en un sepulcro en Coyoacán, o en Texcoco, que no lo sé bien”. Sin duda, el gran amor de
Cortés fue la Nueva España.
(Fotos.- Qué honrado y fiable cronista es Bernal; dice lo que sabe y
nunca va más allá. Veamos lo que pasó con los restos de Cortés. La duda de
Bernal viene de que en el testamento quedó ordenado que se le enterrara en un
monasterio de Coyoacán que Cortés mandó construir. Pero no se edificó; por eso
lo llevaron al monasterio de San Francisco, situado en Texcoco. Las peripecias
posteriores no las pudo conocer nuestro gran cronista. Cortés había fundado el
Hospital de Jesús en la capital mexicana; sus herederos trasladaron los restos
a su capilla. Cuando llegó la independencia, y por miedo a profanaciones,
fueron ocultados el año 1823 en una pared junto al altar mayor. Allí
permanecieron hasta que en 1946 se sacaron del hueco (foto primera).
Certificada la autenticidad de los restos, se volvieron a colocar en el mismo
sitio y allí permanecen tras una sencilla placa (foto segunda); llama la
atención que, en el escudo familiar que figura sobre el nombre de Cortés, se
haya dejado sin borrar un detalle muy
doloroso para el orgullo mexicano: las cabezas encadenadas de los siete grandes
caciques a los que sometió, entre ellos, Moctezuma y Cuauhtémoc. En las
letrucas de abajo, parece poner: “SE REINHUMÓ EN JUNIO 1954”).