(521) Cieza no muestra ninguna piedad por el difunto: “La muerte de
Alvarado trajo gran regocijo a la mayoría de los almagristas, porque, por su
demasiada presunción e soberbia, le querían mal, y al fin vino a morir una
muerte conforme a la vida que vivió, y pagó haber tomado parte en la muerte del
Marqués, y por sus robos y crueldades que hizo y muerte que dio a Sotelo. Y,
sobre todo, porque, a costa del mozo Don Diego y de los demás, quería conseguir
fama e gozar del perdón. Era García de Alvarado caballero de veintinueve años,
de hermoso aspecto y de cuerpo bien dispuesto, ambicioso, soberbio, de gran
presunción e muy vano, valiente y muy animoso,
amigo de gente soez y apegado a sus consejos”.
Cieza, que vivió aquello tan de cerca, conociendo incluso a muchos de
sus protagonistas, se lamenta una y otra vez por la fatalidad y la violencia
con que se desarrollaron las guerras civiles. Ahora carga contra la ceguera de
los almagristas, que, como siempre, achaca a la justicia divina: “Bien parece
que Nuestro Señor quiso que las exequias del Marqués Pizarro fuesen celebradas
con la sangre de los principales culpables de su muerte y de tan grande
atrocidad como fue la que hicieron. Mirando las muertes tan desastradas de
Francisco de Chávez, Juan de Rada, Cristóbal Sotelo e García de Alvarado, que
eran las cabezas principales de los almagristas, me asombro de que los
promovedores de sediciones y tiranos que se han alzado (después) no
hayan tomado a estos como ejemplo, para alejar de sí cosa tan inicua e fea como
es usurpar el reino a su señor natural; pero la gente del Perú no sabe escarmentar
en cabeza ajena”. A pesar de su admiración por Cristóbal de Sotelo, también lo
incluye en el lote de los justamente castigados. Cieza sabe muy bien, y así lo
dijo, que Sotelo lamentó el asesinato de Pizarro, pero por considerarlo
prematuro, ya que convenía esperar a ver qué decisiones iba a tomar el
gobernador Vaca de Castro. Por otra parte, tiene razón al juzgarlo como
rebelde, puesto que luchaba para que Diego de Almagro el Mozo se apoderara de
la gobernación de Perú. Digamos que fue un rebelde por comprensible y loable
fidelidad a los que siempre fueron los suyos, los almagristas. Atrapado, pues,
por el destino con la fatalidad de las tragedias griegas.
Cieza nos va a mostrar a continuación los incesantes movimientos
estratégicos de los dos bandos, sin que faltaran incidentes internos en cada
uno de ellos. Vaca de Castro, que estaba asentado, como vimos, en Huaraz, después
de haber organizado la estructura jerárquica de sus tropas, les dio a todos un
pequeño respiro celebrando una breve fiesta: “Les dijo a sus capitanes que se
regocijasen y alegrasen, pues la merced que les había hecho Dios al juntarlos a
todos había sido muy grande. Oído lo cual por ellos, ordenaron juegos de cañas
y sortija, y el Gobernador los convidó a su aposento”.
(Imagen) Nos queda por comentar el destino de otros dos conspiradores
del grupo de ‘Caballeros de la Capa’. Sabían perfectamente que, tras la batalla
de Chupas, iban a ser condenados a muerte por organizar el asesinato de
Pizarro. Se trata de DIEGO MÉNDEZ y de GÓMEZ PÉREZ, el primero, con gran
protagonismo en las guerras civiles, y, además, hermano del magnífico y trágico
capitán almagrista Rodrigo Orgóñez. (Comenté hace poco que, por fin, pude
diferenciarlo de otro Diego Méndez bastante más joven). Sin embargo, el
segundo, Gómez Pérez, dejó poco rastro en las Indias, salvo en dos hechos
fundamentales que compartió con Diego: las muertes de Pizarro y del rebelde
dirigente indígena Manco Inca. Cuando él y Diego Méndez huyeron tras la derrota
de Chupas, acompañados de otros cinco almagristas, solo vieron como posible
salvación buscar el amparo de Manco Inca, que se había refugiado con sus indios
en los Andes. El gran cacique les recibió bien. Hay varias versiones
contradictorias sobre las razones de esa buena acogida y de lo que pasó
después. Está comprobado que permanecieron en el lugar varios años, que los
españoles mataron a Manco Inca (en la imagen, que es del siglo XVI, solo
aparece Diego Méndez, pero también intervino Gómez Pérez), y que luego fueron
todos masacrados por sus indios. A Manco Inca le sucedió en el poder su hijo,
el cristianizado Titu Cusi Yupanqui, y contó los hechos, de forma muy creíble,
en una crónica. Cuando ocurrió, Manco Inca y los españoles estaban jugando al
‘herrón’ (cuya habilidad consiste en lanzar una herradura y encajarla en un
clavo fijo). Es evidente que Titu Cusi siempre narra dejando en buen lugar a
los incas, pero todo indica que, en este caso, revela básicamente la verdad.
Dejaremos que, en la próxima imagen, nos explique con más detalle la tragedia.
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