(516) Para la mayoría de los almagristas, la muerte de Cristóbal de
Sotelo fue un verdadero drama, ya que eran conscientes de que se quedaban como
huérfanos y desvalidos por la pérdida del hombre más valioso de sus tropas, y,
además, de manera bien estúpida. La ira contra García de Alvarado fue general:
“Muchos recibieron tanta pena, que no pudieron dejar de mostrarla, por el
aspecto de sus rostros e por las lágrimas que de sus ojos salían. Fueron a la
posada de Don Diego de Almagro, llamando vil e cobarde a García de Alvarado,
pues, estando tan enfermo Cistóbal de Sotelo, le había matado. Deseaban tener
en sus manos al traidor para darle muerte. Don Diego de Almagro recibió gran
turbación porque algunos le dijeron que García de Alvarado quería hacer lo
mismo con él, y alzarse con el campo. Y, aunque Don Diego no mostró flaqueza
ninguna, y quería ir a prender o matar a Alvarado, le dijeron que entrase en
las casas de Pedro de Oñate, que después fue Maese de Campo, desde donde mandó
dar alarma a la ciudad, y salió, con los que acudieron, a la plaza, para, desde
allí, atacar las casas donde estaba
García de Alvarado”.
Sin embargo, le aconsejaron (y, al parecer, equivocadamente) que no lo
intentara: “El capitán Felipe Gutiérrez y otros caballeros prudentes le dijeron
que no era tiempo de dar lugar a muertes, ni a que surgiera algún motín contra
él, pues algunos capitanes e muchos soldados tenían amistad verdadera con
García de Alvarado. Y, por estos dichos, Don Diego de Almagro desistió de
hacerlo”.
No faltó la chulería de un desalmado al que ya conocemos: “Martín
Carrillo, aunque ya no era Maese de Campo, salió por la ciudad, sin tener
ninguna autoridad, mandando que, so pena de muerte, que nadie saliera de su
posada. Don Diego, vista la tibieza de los suyos e la poca voluntad que en
ellos hallaba para conseguir su deseo, se volvió muy triste a su posada”.
Luego hubo una reacción popular bochornosa, haciéndonos pensar que quizá
el Mozo habría acertado atacando sin contemplaciones a García de Alvarado y a
quien lo defendiera: “Al ver el belicoso capitán García de Alvarado cuán
prósperamente le había resultado el negocio de la muerte de Sotelo, envió a
algunos amigos suyos para que se ganasen
la voluntad de cuantos más pudiesen, e, como la gente de Perú es tan mudable,
pues solo buscan su particular interés, viendo que García de Alvarado tenía más
fuerza que el que habían elegido como Gobernador, le acudieron con sus armas más
de los que se pensó”. Nuevamente Diego de Almagro quiso reaccionar, pero no sin
consulta previa, y volvieron a decirle los suyos que había que esperar a
momentos mejores. De manera que decidió parlamentar con García de Alvarado, y
acordaron entre ellos una tregua. Pero las espadas estaban en alto, y los dos
lo disimulaban: “Don Diego, con industria (astutamente), le envió recado
de que estuviese en su posada, sin salir de ella porque no era conveniente.
García de Alvarado era tan presuntuoso, que poco le importaban las palabras de
Don Diego ni sus pensamientos, y, fingidamente, respondió que haría lo que
mandaba, y que no saldría de su posada hasta que fuese su voluntad”.
(Imagen) Por lo que nos cuenta ahora Cieza, se ve que Diego de Almagro
el Mozo tenía una trato muy cercano con el burgalés (de origen vasco) PEDRO DE
OÑATE, a quien más tarde nombraría Maese de Campo. Conviene no confundirlo con
otro Pedro de Oñate muy posterior, fallecido en Lima el año 1646, que no
tuvo nada que ver con las armas, pero sí mucho con una excepcional trayectoria
como provincial de los jesuitas, misionero, jurista, teólogo, lingüista y
escritor. El Pedro que ahora nos ocupa había sido ya un hombre de confianza de
Diego de Almagro el Viejo, con quien ejerció de militar y tesorero. Aparecen
los dos juntos en Cajamarca después del apresamiento de Atahualpa, por lo que
Pedro no figuró en la lista de los beneficiados con el botín. Más tarde,
acompañando al brillante Hernando de Soto (quien pronto iba a dirigir su expedición al Misisipi), se
dedicó a perseguir a Quizquiz, el último, y heroico, capitán rebelde de
Atahualpa que continuó acosando a los españoles tras la muerte de los bravos Rumiñahui
y Caracuchima. En 1535 partió con Rodrigo Orgóñez para unirse a Diego de Almagro
en la durísima campaña de Chile. Tras la vuelta, Pedro de Oñate luchó contra
los Pizarro, y, aunque su jefe, Almagro,
perdió la guerra de las Salinas y fue ejecutado, él estableció su residencia
habitual en el Cuzco, teniendo la satisfacción, en 1541, de que el Rey premiara
su largo historial de méritos con el brillo de un escudo de armas familiar. Lo
veremos pronto ejerciendo su recién estrenado cargo de Maese de Campo en la
batalla de Chupas, al servicio de Diego de Almagro el Mozo y contra el gobernador Vaca de Castro. Tras
ser derrotados, PEDRO DE OÑATE huyó, pero el capitán Diego de Rojas le alcanzó
en Huamanga y lo degolló. Seis años después, le fueron entregados en Sevilla a
su viuda, Beatriz Suárez, los bienes que había dejado en herencia.
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