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-¡Allá va la despedida!, muy queridos y pacientes lectores.
-Ha sido una gozada mientras duró,
ilustrísimo y tierno Sancho. Nos queda todavía una última charla con el
insuperable Bernal. Vivió plácidamente su vejez en la capital, Santiago de
Guatemala, hoy llamada Antigua, pero nos va a hablar de cosas tristes propias
del que siente que va avanzando en la ancianidad. Vuelve a recordar la riada
que arrasó la vieja capital cuando cayó como una catarata desde el cráter del
Volcán de Agua: “Los vecinos que escaparon buscaron los cuerpos de los muertos,
los enterraron y se acordó poblar la ciudad donde está ahora. Y no fue buen
acuerdo, porque nunca faltan trabajos de
venir el río crecido o temblores. Cada año, a once de setiembre, se hace una
procesión que sale desde la nueva
iglesia mayor hasta la Ciudad Vieja para que Dios perdone nuestros pecados”.
Bernal terminará el libro hablando esquemáticamente de los gobernadores que
hubo en México hasta el año1568, y luego anuncia otro capítulo sobre los
arzobispos y obispos de esa época, pero lo dejó sin hacer, dándole a su texto
un ligero aspecto de inacabado, aunque el detalle tenga poca importancia en una
obra tan magnífica y, en realidad, tan completa. Al recordar a los
gobernadores, rememora el triste final de Pedro de Alvarado, que lo fue de
Guatemala, y le da pie para tomar el hilo de sus propias vivencias en la
capital. Nos va a servir como definitivo epílogo de estas inolvidables
tertulias que hemos tenido con él. Confirmando los temores de Bernal sobre el
nuevo emplazamiento de la ciudad, ocurrió lo siguiente: “En el mes de mayo de
1566, comenzó a temblar de tal arte la tierra que parecía que nos iba a sorber,
y cayeron al suelo muchas casas, lo que duró nueve días; íbamos en santas
procesiones por mitad ce las calles, temiendo que fuera venido el fin de
nuestros días (ya comentamos que en 1775, otro terremoto obligó a trasladar a
un lugar próximo la capital)”. La catedral se salvó, y cuando le llegó la hora
de entregar el alma a Dios, que se la dio, Bernal fue enterrado en ella, como
dijimos, al lado de la tumba de Pedro de Alvarado y de su enamorada esposa, la
‘sin ventura’ Beatriz de la Cueva. Con el paso del tiempo, otro terremoto dejó
en ruinas el sagrado edificio, pero conserva dentro los históricos restos, y
una placa que certifica que allí yace uno de los personajes más grandes y
entrañables de la Historia: DON BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO.
-Llegó la hora, queridísimo Sancho. Han
sido 463 días seguidos comentando tu biografía y tu tiempo, dedicando los 162
finales para el amplio resumen de esa maravilla que escribió el sin par Bernal
Díaz del Castillo. Contigo he recorrido un variadísimo paisaje físico y humano
a través de la Historia, que me ha dejado un regusto de serena compasión por lo
que somos, y he tenido la gran suerte de hacer sorprendentes amistades de
tertulia con gente que no conocía y que
me ha mostrado la riqueza de sus sentimientos y sus inquietudes. Esto es, al
menos por un tiempo, el ‘the end’ de nuestra actividad como comentaristas de
Indias, pero quizá volvamos algún día a la carga porque la causa lo merece.
Tengo ya todo preparado para el viaje, bonachón abad; así que toma tú la
palabra.
-No te me derrumbes, tierno lloroncico. Te
llevo conmigo al Reino de la Risa, donde verás lo que nunca imaginaste, y
comprenderás el por qué de todo, incluso de lo más horrendo. Os doy una
bendición supersalvadora a todos aquellos que habéis seguido nuestras tertulias.
Como dice mi sublime biógrafo, nos
vamos; pero os seguiremos vigilando, por aquello de que ‘cuando el gato no
está, los ratones bailan’. Si alguna vez
os pasáis y sentís un calambrazo, sabed que ha sido cósmico y procede de
Quántix. Pero será cariñoso, para que, después de haber disfrutado de la
tentación (¡ay, Señor!, cuánto entiendo de eso), os dejéis de pendejadas y
volváis a enriquecer vuestras vidas con sana ilusión y redoblada energía (sin
dopaje). Si fracasáis porque estáis mal
hechos, poco importa: no olvidéis nunca que lo más grande es vivir y quererse
mucho. Ya con el pie en el estribo, nos
despedimos rotos de emoción. ¡SAYONARA, BABYS!
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